A un paso, el acantilado, ruge el mar y extiende su rumor hasta las habitaciones. Desde ellas se divisa el precipicio y la inmensidad del océano. Sobre tres penínsulas se alzan tres de los Paradores más asombrosos, como balcones colgados sobre el mar.
Desde mar a dentro, vio de lejos el acantilado Martín Alonso Pinzón, su imponente belleza, el símbolo de la salvación. Era finales de febrero de 1493. Regresaba de un incierto viaje, la aventura jamás vivida hasta entonces por los hombres. Venía del otro lado del mundo, de tierras ignotas. Pinzón y los más afamados marinos españoles habían embarcado con Colón el 3 de agosto de 1492 rumbo a los confines del universo. Siete meses después avistaba de nuevo tierra conocida.
En ese promontorio de Baiona, donde hoy se levanta quizá el más imponente de los Paradores, supo Europa la existencia de un Nuevo Mundo y allí, en la bahía, fondeó la Pinta y los Reyes Católicos conocieron el fin de su empeño.
Si el viajero se asoma a las ventanas podrá imaginar el sentimiento del marino. Como un buque navegando sobre el Atlántico, el Parador de Baiona se eleva sobre las aguas, en la península de Monterreal, en la ensenada protegida de la furia atlántica por las Islas Cíes, maravilla natural que protege una tierra afortunada.
Quiero reservar en el Parador de Baiona
Pero si no valieran las Cíes, el castillo medieval se resguarda al borde del acantilado por una muralla de tres kilómetros, deslumbrante de día, iluminada de noche, que cerca de belleza feudal al hotel. Es posible imaginar la vida, sino como un rey, sí como un noble, quizá como el Conde de Gondomar, uno de sus propietarios más ilustres, que habitó hace cuatro siglos en el castillo sobre el promontorio. Conserva la impresionante escalinata de piedra cubierta por una cúpula abovedada que deja al descubierto un edificio majestuoso.
De esa entrada parte una red tejida de pasajes y patios señoriales que, como un laberinto, se enreda en las estancias del Parador y sumerge al huésped directamente en la historia. Es posible dormir aquí como un rey, en cama con dosel, ante ventanales cubiertos con cortinones, bajo techos repujados, entre maderas nobles y piedras centenarias. Se abren sus ventanas al mar como si de un camarote se tratara, surcando en tierra firme la bravura atlántica que bautizó Colón como la Mar Océana. Y es posible comer aquí como un príncipe, en gigantescos salones para cuatrocientos comensales, y deleitarse con los bocados de la tierra y las delicias del mar, en fusión perfecta.
Tan exquisito el lugar, tan idílico el paraje que todo parece un sueño. Y en el exterior, acantilados, playas y dunas, paisajes únicos, arenas blancas en aguas frías donde encontrar el relax, en pleno mar o en la piscina del Parador, arañada al promontorio en medio de un jardín bañado en verde, tocado, aquí y allá, por las palmeras que trajeron los indianos del otro lado del mundo, el que anunció en este mismo lugar un navegante llamado Pinzón.
El promontorio sirvió desde antiguo para vigilar el mar, por donde se adentraban vientos, tormentas y piratas. Sobre ese acantilado, en primera línea de una costa en la que se trazó una red de torres vigía, como si de una de ellas se tratara, se levanta el Parador de Nerja. Domina con sus impresionantes vistas el Mediterráneo, los acantilados y la sierra. No hay corsario que no deseara semejante tesoro. Basta asomarse a uno de sus balcones para apreciar el paisaje soñado.
Quiero reservar en el Parador de Nerja
Se habitó Nerja desde la Antigüedad, cuando aún no había ni escritura. Eligieron aquellos primeros hombres un lugar privilegiado, donde el cielo es azul y el verano largo e intenso. Llegaron allí hace 42.000 años, atraídos por la bonanza de su clima. Ahí está el Parador, el único de la Red desde el que se puede bajar directo a la playa cogiendo un ascensor. Porque para llegar a la arena, fina y blanca, hay que salvar el acantilado. Arriba, sobre el promontorio, espera el jardín mediterráneo, bellamente cuidado, cuyo verdor contrasta con el azul de la piscina y el color del Mediterráneo. Y aún más adentro, entre salones confortables y habitaciones con terraza, pone el Parador acento andaluz y rinde homenaje a esta tierra deseada con una alberca en mitad de un patio que rememora la conquista andalusí.
Al caer la noche, con el aljibe iluminado, la piscina centelleante y el mar aquietado, el mirador sobre el viejo Mare Nostrum se convierte en un cenador idílico, bajo las estrellas, acariciado por la brisa marina y el rumor de las olas. Sobre la mesa, las mejores viandas del mar y la tierra, regadas con el fruto de la vid, bañadas con el jugo de la oliva hecho aceite. Comprende entonces el viajero el deseo de los viejos bucaneros, vivir sobre un acantilado, al borde del Edén.
El mar arañó la roca y la dejó en lo alto, al descubierto, dominando el horizonte, promontorio desafiante. Sobre esa península de roca roja y bosque frondoso, a los pies de una playa de aguas cristalinas y arena dorada, se levanta el Parador de Aiguablava, mirando al mar, rodeado de Mediterráneo, al borde del acantilado, en la Punta d'es Muts, donde todo se acaba.
Quiero irme al Parador de Aiguabla
Sobre el escarpado precipicio, el edificio se rodea de pinos centenarios que llevan su aroma hasta las habitaciones, casi todas con terraza, desde donde disfrutar de unas vistas privilegiadas. Abajo, el mar ofrece la oportunidad de disfrutar de un verano de aventura y deporte, sumergirse en sus aguas y apreciar el paisaje marino.
Protegida entre las rocas, una pequeña cala da al viajero el deseo de sentirse dueño de un paraje único. Arriba, el bosque sureño se abre paso entre las losas de piedra y sombrea una espectacular terraza que serpentea sobre el acantilado. Árboles mediterráneos acompañan la vista desde los comedores del Parador, combinan en el plato tierra y océano, el verde de los pinares y el azul del horizonte justo hasta donde el cielo se funde con el mar. Y pinos y riscos se contemplan desde los balcones de las habitaciones, colgadas sobre las olas, al amparo de las mareas. De noche, hacen sombra las coníferas al verdor de la piscina y queda vacía la rampa que lleva a la cala, engalanada con un arco de flores, testigo quizá de una última boda.
Al fondo, la bahía cierra el paso al Mediterráneo y todo se vuelve paz