La solida carrera de Paloma Sánchez-Garnica tiene en su última novela, Victoria, uno de sus hitos tras alzarse con el Premio Planeta. En sus páginas, pasa de su querido Berlín a Estados Unidos para contar una historia en la que el coraje enfrenta al horror. A través de sus páginas, con pulso firme, invita al lector a una reflexión sobre la justicia, la libertad y el peso de la familia.
Quedó finalista del Planeta hace tres años. ¿Siente este galardón como la consecución de una meta?
Es llegar a una meta, aunque no pienso en premios. Simplemente pienso en escribir mi mejor novela. Cuando la terminé en mayo, mi marido me dijo que era mi mejor obra y me sugirió que la presentara. Y, bueno, la presenté y lo conseguí. Llevo veinte años en esto; son nueve libros, y he tenido que avanzar muy despacio. Me ha costado mucho llegar hasta aquí, y lo estoy disfrutando.
¿El premio tiene el sabor esperado?
Sí, porque me ha llegado en el momento oportuno. Me lo tomo con serenidad, sin creerme nada más allá de que he ganado un premio y tengo mi cuenta más saneada. Al final, la vida va a continuar. Voy a seguir escribiendo y mi vida será exactamente igual que antes. Los años te obligan a asentar todo, tanto lo bueno como lo malo. Este torbellino es efímero, y vuelves a ser una escritora que se mete en su rincón a pergeñar historias.
En 2004 lo dejó todo para dedicarse plenamente a la escritura, ¿una decisión acertada?
Desde los veinte años tenía la inquietud de hacer algo significativo en este mundo y lo busqué de forma compulsiva. Me casé muy joven y, mientras criaba a mis dos hijos, hice la carrera de Derecho, preparé la oposición a registros, ejercí la abogacía durante cuatro años y retomé los estudios de Geografía e Historia que había dejado para casarme. De repente, en 2003, por una serie de circunstancias, sentí la necesidad de escribir una novela para plasmar lo que tenía en la cabeza. Pensé que la escritura era el lugar donde quería estar. La segunda novela me plantó los pies en el suelo y me hizo reflexionar sobre la importancia de controlar el proceso creativo. Con la tercera fui construyendo mi camino en esta carrera de fondo que es el oficio de escritor.
¿De qué manera ha evolucionado a la hora de enfrentarse a una nueva historia?
La diferencia con la primera es abismal. Entonces era una escritora absolutamente espontánea. Aprendes a ser novelista a medida que escribes, lees y vives. No te enfrentas de la misma manera a una novela con treinta años que con sesenta. Cuando inicio una novela, quiero crear la mejor historia, aprendiendo de todo lo que he leído y de mis vivencias. Todo eso me acompaña en cada nuevo proyecto. No pienso en lectores ni en modas; las historias me eligen. Siento curiosidad por algo, entonces empiezo a documentarme y quiero disfrutar del proceso. Son muchos meses conviviendo con esos personajes y sus historias. Si me aburrieran, lo dejaría.
En esta novena novela vuelve a Berlín, una mina de oro para las buenas historias…
En cada rincón de Berlín hay una historia, y los escritores buscamos historias. En los tiempos convulsos tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos y la Unión Soviética pugnaban por la hegemonía mundial. Stalin quería quedarse con la parte occidental de Berlín, lo que generó mucha tensión en esa época, en la que vive Victoria, la protagonista. Y eso quería contar.
De allí pasa a Estados Unidos, cuando la discriminación racial tolera atrocidades. Parece que el horror, más que desaparecer, solo cambia de ropajes…
Cuando termino Últimos días en Berlín, empiezo a pensar en esta novela. Me doy cuenta de que he estado muy centrada en los horrores del nazismo y de que, al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, un país que presume de ser la cuna de la libertad, existían injusticias muy profundas que recaían sobre una raza o una ideología. Concretamente, en los estados del sur, las leyes de segregación racial determinaban que el negro era culpable solo por ser negro. Hemos condenado absolutamente el nazismo y todas sus injusticias, pero hemos olvidado otras injusticias que, aunque afectaron a menos personas, no fueron menos graves.
Hoy se habla de tolerancia, pero se aplica solo a los que son como nosotros.
Eso ha ocurrido a lo largo de la historia y sigue ocurriendo. La tolerancia se aprende, y una de las mejores formas de aprenderla es leer novela, porque la ficción te obliga como lector a ponerte en la piel de los personajes y pensar qué harías en sus circunstancias. Eso, al final, ejercita la tolerancia. No se trata de justificar, pero tampoco de juzgar.
Hoy no existe la guerra fría, descrita en su libro, pero la polarización también nos divide en bloques. ¿Por qué es tan difícil disentir sin odio?
Porque no estamos acostumbrados a aceptar que hay puntos de vista diferentes, que no son mejores ni peores. Lo realmente enriquecedor es argumentar y estar dispuestos a aceptar ideas de otros que, al final, puedan resultar mejores. Creo que el origen de la polarización es la ignorancia. Nos quedamos con lo que nos encaja, aun cuando la información que tenemos es muy abundante. Los ciudadanos tenemos la obligación de analizar esa información, pero es un esfuerzo que no estamos dispuestos a realizar. Es cuestión de ser una sociedad que no se deje manipular y, a veces, eso es muy complicado.
Victoria Kiesler, la protagonista, es un ejemplo de dignidad y de generosidad frente a la traición. Usted ha vestido a su personaje con cualidades poco populares.
Ella es muy íntegra. Quieres llevar tus principios hasta el final y chocas contra la realidad. Pueden pagarte con ingratitud o corres el peligro de que, si mantienes esa integridad, termines haciéndote daño a ti misma y a la gente que quieres. Hay veces que tenemos que asumir que no podemos defender aquello en lo que realmente creemos. Son dilemas muy complicados de resolver. Toda elección puede tener consecuencias nefastas, de una u otra manera.
Llama la atención la relación que tienen Victoria y su hermana Rebeca, con una proximidad cercana al odio. ¿No hay desencuentros más íntimos que los de la propia sangre?
Sí, muchas veces volcamos nuestros resentimientos contra aquellos que nos cuidan. Esta contradicción refleja la complejidad del ser humano y puede provocar, como le pasa a Rebeca, un veneno en sus entrañas del que es incapaz de salir.
Como amante de la historia que es usted, imagino que disfrutará sus estancias en los Paradores.
Me encantan, sobre todo, el de Santiago de Compostela. Es como entrar en un espacio del pasado. También me gusta mucho el Parador de Cáceres. Y no solamente por el Parador en sí, sino por dónde está ubicado, en esa parte de la ciudad. Prefiero los Paradores que tienen solera, los que tienen historia.